A las 13:46, el Sol se apagó sin aviso.
No fue un eclipse, ni una nube rebelde. Fue una desaparición quirúrgica, brutal.
Como si el universo hubiese cerrado un ojo. El único.
Un instante estaba allí, incandescente y arrogante.
Y al siguiente, nada. Ni oscuridad siquiera.
Solo el hueco exacto donde antes latía el centro del sistema.
Un vacío tan puro que ni siquiera dolía.
Al principio.
En Cáceres, un astrónomo aficionado —de esos que buscan sentido en la noche— subió un registro automático a internet. Sin dramatismos, solo números:
“No hay fuente solar. Coordenadas vacías. Flujo electromagnético cero.”
“No parece una interferencia. Es… como si no existiera.”
Los físicos lo entendieron al instante.
El Sol no acababa de desaparecer. Había desaparecido hacía exactamente 8 minutos y 20 segundos.
Solo que nosotros —pobres criaturas con retraso de luz— aún lo estábamos viendo.
Recibiendo su calor.
Y su gravedad.
Porque sí: la gravedad también viaja a la velocidad de la luz.
Durante esos ocho últimos minutos de mentira, la Tierra siguió bailando alrededor de un cadáver cósmico.
Girando en círculos como un perro tras su propia cola.
Como si la muerte se demorara en llegar por respeto al calendario.
Y entonces, al segundo exacto, llegó la ruptura:
La luz se extinguió.
Y la órbita colapsó.
De pronto, ya no girábamos.
Nos deslizábamos en línea recta, a 107.000 km/h, rumbo a ninguna parte.
Como un vagón sin rieles en la oscuridad del universo.
Sin destino.
Sin vuelta.
En las siguientes 24 horas, colapsó lo que llamábamos civilización:
Las bolsas.
La electricidad.
La compostura.
Las velas fueron saqueadas como si pudieran suplantar a una estrella.
Las oraciones, multiplicadas como si Dios no hubiera notado lo que pasó.
En los polos, el frío avanzó como una bestia suelta.
Los animales enmudecieron. Las plantas dejaron de girar.
Las mareas, huérfanas del Sol, comenzaron a comportarse como adolescentes sin supervisión.
Y luego vino el silencio.
Un silencio más profundo que el sonido: un silencio en los datos.
No quedaban registros del Sol.
Ni fotos. Ni libros. Ni espectros electromagnéticos.
Como si alguien —o algo— hubiese editado el universo desde el principio.
Solo quedaban los recuerdos.
Y eso era peor.
Los científicos, despojados de certezas, propusieron teorías con la fe de los desesperados:
– “Un colapso cuántico espontáneo.”
– “Una inteligencia superior que lo arrebató.”
– “Un error de laboratorio intergaláctico.”
Pero todas compartían un detalle macabro: ninguna se podía comprobar.
Y nadie sabía si seríamos los próximos.
Tres semanas después, la temperatura descendía a –50 °C.
Los océanos comenzaban a cristalizar por los bordes como copas olvidadas en la terraza.
No quedaban gobiernos.
Solo refugios subterráneos donde la gente hablaba en susurros,
como si el cielo —aunque ciego— siguiera escuchando.
Entonces surgió la pregunta que se repetía con obstinación viral:
“¿Por qué dejaron la Tierra… si se llevaron el Sol?”
Nadie quería responderla.
Porque la respuesta más probable era también la más insoportable:
Todavía están mirando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario