lunes, 5 de mayo de 2025

El Ascensor de la Desesperación

 


 

Era una tarde calurosa, y el día que parecía ser como cualquier otro, pronto se transformó en una pesadilla que quedaría grabada en mi memoria para siempre.

Había llegado a la puerta de mi casa con una urgencia absoluta. No podía esperar ni un minuto más. Necesitaba llegar al baño, y rápido. Corrí hacia el ascensor, que justo en ese momento se abrió. Para mi horror, estaba lleno. Seis personas, todas visiblemente agotadas. Un grupo de viajeros que regresaban de un largo vuelo, una madre con un carrito de bebé, dos hombres con maletas grandes... ¿Cómo podía haber tanta gente en un ascensor diseñado para cuatro?

Pero no pude esperar. Mi estómago me lo decía de manera tan clara que no hubo espacio para dudas. "Por favor, permítanme subir, es una urgencia", pedí, casi entre lágrimas. El apuro en mi voz parecía desconcertar a todos, pero, al final, con algunos murmullos y un par de miradas confusas, accedieron a dejarme entrar.

El ascensor comenzó a subir. No había espacio para moverse, ni para respirar realmente. Estábamos todos pegados unos a otros. Fue entonces cuando la luz se apagó. Un apagón, una caída de la red eléctrica, y todo se sumió en la oscuridad total. El ascensor dejó de moverse. Estábamos atrapados.

Primero, el silencio. Luego, mi cuerpo comenzó a ceder. La necesidad de ir al baño ya era más que una urgencia; era una lucha interna que no podía ganar. Pero no estaba sola. Los demás, incómodos y desorientados, empezaron a toser, a quejarse, a tratar de calmarse en medio de lo que se había convertido en una prisión.

El calor aumentaba, y el aire se volvía denso. Todos nos sentíamos atrapados, pero yo, más que nadie, estaba en una lucha contra mi propio cuerpo. De repente, no pude aguantar más. Lo que había estado conteniendo salió sin previo aviso. Diarrea, pura y simple, inundando mis sentidos con un olor insoportable. Lo peor fue que no era una vez, ni dos. Fueron cuatro o cinco episodios seguidos, uno tras otro, dejando en el aire una peste que, más que un mal olor, era la sensación de una vergüenza indescriptible.

Lo peor no era solo el dolor físico, ni el asco, ni la angustia de estar atrapada. Lo peor era que estaba rodeada de otras personas, personas que empezaron a reaccionar ante el horror. Tres de ellos, incapaces de soportarlo, comenzaron a vomitar. Y luego otros dos, hasta que todos, uno tras otro, sucumbieron al malestar físico que la situación provocaba.

En medio de todo esto, una de las mujeres se desmayó. Cayó al suelo, encima de todo, en medio de la marea de vómitos y heces. El caos era absoluto. Nadie podía moverse. El bebé en el carrito lloraba, ajeno al sufrimiento de los adultos a su alrededor.

El tiempo pasó con una lentitud aterradora. Las horas se estiraban en el vacío, cada minuto una eternidad. Estábamos atrapados, pegados unos a otros, sin poder hacer nada más que aguantar. Sin comida, sin agua, sin ventilación, sin ningún tipo de ayuda.

Cuando finalmente las puertas del ascensor se abrieron, después de lo que parecieron 12 horas interminables, el aire fresco nunca se sintió tan aliviante. Pero el daño ya estaba hecho. Nadie podía olvidar lo vivido. El pánico, la vergüenza, la humillación. Y aunque el rescate había llegado, todo lo que había sucedido en ese espacio cerrado seguía siendo tan real como el horror que habíamos enfrentado.

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