Capítulo 1: Ecos en la Piedra y la Llave Oxidada
El Faro de Cavalleria se erguía en el promontorio azotado por el viento, su silueta blanca y robusta recortada contra el cielo siempre cambiante de Menorca. Durante generaciones, su luz había sido un faro de esperanza para los navegantes, una promesa de tierra firme en la oscuridad del Mediterráneo. Pero para Elías Ferrer, que regresaba a la isla en el sofocante verano de 2025 tras la muerte de su padre, el faro evocaba una sensación más oscura, un eco de secretos familiares silenciados y leyendas susurradas sobre su abuelo, Damià Ferrer.
La herencia de su padre era modesta: una antigua casa de piedra con vistas panorámicas al faro, un lugar donde el viento gemía constantemente y el olor salino del mar impregnaba cada rincón. Damià, el nombre flotaba en la memoria familiar como una sombra, un inventor excéntrico que se había recluido en la propiedad cercana al faro durante sus últimos años, absorto en experimentos que nadie comprendía. Se decía que la propia torre del faro, con su aislamiento y su aura de misterio, había sido el epicentro de sus extrañas investigaciones.
Al explorar la casa, Elías descubrió el legado de su abuelo: una colección polvorienta de diarios encuadernados en cuero raído y planos intrincados, la cartografía de una mente que había danzado peligrosamente cerca del abismo de la locura. Los diagramas de relojes con engranajes imposibles y constelaciones olvidadas se mezclaban con anotaciones en un catalán arcaico, salpicadas de símbolos alquímicos y referencias esotéricas al tiempo como una entidad maleable, casi viva. Una frase recurrente, escrita con una tinta temblorosa, lo perturbó profundamente: "El tiempo no es una línea recta, sino un círculo vicioso que devora a sus propios hijos."
En los planos, Elías notó la extraña indicación de una sección subterránea en el faro que no figuraba en los esquemas arquitectónicos convencionales. Era un hueco sombreado, etiquetado con un símbolo que parecía una serpiente mordiendo su propia cola. Junto a los diarios, encontró un manojo de llaves oxidadas, vestigios de un pasado donde el faro había requerido una presencia humana constante. Una de ellas, más antigua y labrada en latón oscuro, parecía irradiar una extraña frialdad al tacto.
Impulsado por una curiosidad que se mezclaba con una creciente sensación de inquietud, Elías esperó la caída de la noche. La casa familiar se sumió en un silencio opresivo, interrumpido solo por el lamento del viento. Con la vieja llave de latón en el bolsillo y una linterna de mano como única guía, se dirigió hacia el faro, cuya silueta blanca se recortaba fantasmagóricamente contra el cielo estrellado. La propiedad circundante era accesible, un terreno rocoso cubierto de maleza resistente, pero la torre principal permanecía cerrada, custodiada por una pesada puerta de madera y hierro.
Siguiendo las indicaciones crípticas de los planos de su abuelo, Elías rodeó la base del faro, palpando la piedra fría y húmeda. Finalmente, descubrió una puerta de servicio olvidada, casi engullida por la hiedra y la arena acumulada. La cerradura, corroída por el salitre, ofreció una resistencia momentánea antes de ceder con un quejido metálico al giro de la llave de latón.
El aire al otro lado era denso y cargado de un olor a humedad y polvo antiguo. Una estrecha escalera de piedra descendía en espiral hacia la oscuridad. Elías encendió la linterna, su haz tembloroso revelando paredes cubiertas de musgo y escalones desgastados por incontables pisadas. Al final de la escalera, se abrió un espacio subterráneo, un sótano polvoriento y olvidado que no figuraba en los planos modernos del faro. Este era el laboratorio secreto de Damià Ferrer.
Elías barrió el haz de luz por la estancia. Estanterías herrumbrosas se alineaban contra las paredes, repletas de frascos llenos de líquidos turbios, extraños instrumentos de metal y libros encuadernados en piel con títulos incomprensibles. En el centro de la sala, yacían los restos desmantelados de una máquina intrincada, una maraña de engranajes de bronce, tubos de cristal roto y bobinas de cobre ennegrecido. Junto a ella, esparcidos sobre una mesa cubierta de polvo, había más diarios y cuadernos, las últimas confesiones y teorías de su abuelo, esperando ser descubiertas en la penumbra de su olvido. La aventura de Elías en la comprensión del legado de su abuelo acababa de comenzar, sin saber que lo arrastraría a un abismo de terror temporal y cósmico.
Capítulo 2: Los Diarios del Tiempo Fracturado
El polvo danzaba en el haz tembloroso de la linterna mientras Elías examinaba los diarios de su abuelo. Las páginas amarillentas estaban repletas de una caligrafía nerviosa, a menudo interrumpida por tachones furiosos y dibujos esquemáticos que parecían desafiar las leyes de la física. A medida que Elías se adentraba en la mente de Damià Ferrer, una imagen inquietante comenzaba a emerger: la de un hombre brillante consumido por una obsesión que lo había llevado al borde de la locura, si no más allá.
Los primeros diarios relataban los inicios de su investigación, una fascinación por la naturaleza del tiempo que había comenzado como una curiosidad científica y gradualmente se había transformado en una búsqueda desesperada por desentrañar sus secretos. Damià teorizaba sobre el tiempo no como una corriente lineal, sino como un tejido complejo y maleable, susceptible a la manipulación a través de la energía y la alineación cósmica. El Faro de Cavalleria, con su potente luz y su ubicación en un punto energético de la isla (según sus propias teorías esotéricas), se había convertido en el laboratorio y el ancla de sus experimentos.
A medida que avanzaba en la lectura, el tono de los diarios se volvía más errático y paranoico. Damià describía extraños fenómenos que ocurrían en el faro: ecos de voces que no pertenecían al presente, fluctuaciones inexplicables en los instrumentos, la sensación constante de ser observado por algo invisible. Comenzaba a sospechar que el tiempo mismo estaba reaccionando a sus intentos de manipularlo, manifestándose de formas sutiles pero inquietantes.
Una entrada en particular heló la sangre de Elías. Fechada varios años antes, describía un experimento en el que Damià había logrado, aparentemente, enviar un pequeño objeto a través del tiempo, solo para que regresara deformado y cubierto de una sustancia viscosa y desconocida. "El tiempo no es un vacío", había escrito su abuelo con una letra temblorosa. "Está habitado... por cosas que duermen en los intersticios de la eternidad." Esta insinuación de una presencia cósmica latente, esperando ser despertada, resonó con las oscuras teorías que Elías había leído en textos olvidados de física cuántica y mitología antigua.
Los últimos diarios eran los más perturbadores. Describían experimentos cada vez más desesperados, intentos fallidos de "corregir errores" en el pasado (sin especificar cuáles), y una creciente sensación de estar atrapado en un bucle. Había menciones crípticas de encuentros con "otros yo", de líneas de tiempo que se bifurcaban y se fusionaban de formas caóticas. La paradoja del abuelo se mencionaba explícitamente, no como una abstracción teórica, sino como un peligro real y tangible que Damià parecía haber desencadenado.
"La raíz está corrompida", escribió en una de sus últimas entradas legibles. "Cada intento de podar solo hace que crezcan más ramas retorcidas. El faro... ya no es un conducto. Es una prisión. Y algo está llegando a través de las grietas del tiempo." La última página contenía un único dibujo: la serpiente mordiendo su propia cola, rodeada de una serie de símbolos incomprensibles y una fecha: la Nit de Sant Joan.
Elías levantó la vista de los diarios, la mente girando con las implicaciones de lo que había leído. Su abuelo no solo había construido una máquina del tiempo, sino que parecía haber desatado algo terrible, atrapándose a sí mismo y, posiblemente, a toda la isla en una pesadilla temporal. La Nit de Sant Joan. La fecha se repetía obsesivamente. ¿Era esa la clave? ¿El momento en que el velo entre los mundos se adelgazaba, permitiendo que horrores atemporales cruzaran al presente?
Una sensación de urgencia se apoderó de Elías. Necesitaba entender lo que había sucedido, la naturaleza de la paradoja que su abuelo había invocado y la amenaza cósmica que parecía acechar en los márgenes del tiempo. La reconstrucción de la máquina ya no era solo una cuestión de curiosidad científica; se había convertido en una búsqueda desesperada de respuestas, una carrera contra un tiempo que ya no fluía con normalidad en el Faro de Cavalleria.
Capítulo 3: El Susurro de las Olas y la Sombra en el Agua
La luz del amanecer se filtraba por las estrechas ventanas del sótano del faro, tiñendo el polvo en suspensión de un tono anaranjado enfermizo. Elías había pasado la noche en vela, alternando entre la lectura febril de los diarios de Damià y el examen de los restos de la máquina. El aire seguía siendo denso, pero ahora parecía vibrar con una energía sutil, como el zumbido apenas perceptible de un insecto atrapado en ámbar.
Decidió que necesitaba aire fresco y una perspectiva diferente. Salió del faro justo cuando el sol comenzaba a calentar las antiguas piedras. El mar, habitualmente de un azul intenso y acogedor, parecía hoy más oscuro, con una superficie vidriosa que no reflejaba el cielo con su claridad habitual. Las olas rompían contra los acantilados con un sonido más gutural, menos un susurro y más un gruñido contenido.
Se dirigió al pequeño pueblo cercano, Fornells, con la excusa de comprar provisiones. En el café del puerto, mientras sorbía un café con leche aguado, escuchó fragmentos de conversaciones. Unos viejos marineros hablaban en voz baja sobre la pesca, más escasa de lo normal, y sobre extrañas corrientes que habían arrastrado sus redes hacia el norte, hacia Cavalleria. Uno de ellos, un hombre con la piel curtida como el cuero viejo y ojos del color del mar en invierno, se fijó en Elías.
"Tú eres un Ferrer, ¿verdad?" dijo el viejo, su voz rasposa como la lija. "El nieto de Damià. El loco del faro."
Elías asintió, un poco incómodo. "¿Conoció a mi abuelo?"
El viejo soltó una risita sin alegría. "Conocerlo... Todos en la isla sabían de él. No de buena manera. Hablaba de cosas que ningún cristiano debería nombrar. Decía que el mar aquí... no es como otros mares. Que guarda secretos antiguos." Hizo una pausa, mirando hacia el promontorio de Cavalleria. "Desde que tú llegaste, el mar está raro. Como si algo se hubiera despertado."
Las palabras del viejo resonaron en Elías, añadiendo una capa más de inquietud a la ya pesada carga de los diarios. De regreso a la casa, encontró en un cajón olvidado una caja de herramientas de su padre, oxidadas pero funcionales. La idea de reconstruir la máquina de Damià era abrumadora, pero tal vez pudiera entender su funcionamiento si lograba activar alguna de sus partes.
Volvió al sótano del faro. Identificó lo que parecía ser una unidad de control central, un panel con varios diales y palancas corroídas. Con cuidado, limpió los contactos, revisó los cables de cobre ennegrecido y, con un nudo en el estómago, conectó una batería de coche que había encontrado en el cobertizo de la casa.
Durante un instante no ocurrió nada. Luego, un zumbido grave llenó la estancia, acompañado de un olor acre a ozono. Una de las bobinas de cobre comenzó a brillar con una tenue luz azulada. Elías observó fascinado y aterrorizado. Movió uno de los diales, y el zumbido aumentó de frecuencia, volviéndose casi doloroso. De repente, una de las bombillas desnudas que iluminaban precariamente el sótano parpadeó y se apagó. Luego otra. Y otra. El haz de su linterna pareció encogerse, su luz absorbida por una oscuridad creciente que no era simplemente ausencia de luz, sino algo más denso, más tangible.
Y entonces lo vio. Por una fracción de segundo, el muro de piedra frente a él se volvió translúcido, como un velo agitado por el viento. Detrás, no estaba la tierra del acantilado, sino un paisaje imposible: un cielo de un color violáceo enfermizo sobre un mar negro y aceitoso, y en la distancia, una silueta titánica, vagamente geométrica pero con ángulos que herían la vista, algo que se movía con una lentitud cósmica. La visión duró menos de un parpadeo, pero la imagen quedó grabada en su retina.
Un chasquido metálico lo devolvió a la realidad. La bobina se había apagado. El sótano volvió a su penumbra habitual, pero el aire estaba cargado de una nueva tensión, fría y expectante. Elías se dio cuenta de que no solo había encendido una máquina; había abierto una mirilla. Y algo, al otro lado, podría haberlo visto asomarse.
Subió corriendo las escaleras, el corazón martilleándole en el pecho. Al salir al exterior, el sol de la tarde le pareció extrañamente pálido. Miró hacia el mar. Cerca de la costa, donde las rocas rompían las olas, vio algo oscuro y grande flotando justo debajo de la superficie. No era un alga, ni un tronco. Tenía una forma vagamente orgánica, con protuberancias que se movían perezosamente. Mientras observaba, una sección de la masa oscura se irguió ligeramente fuera del agua, como un tentáculo explorador, antes de volver a sumergirse lentamente.
La Nit de Sant Joan estaba a solo unos días. Y el mar alrededor de Cavalleria parecía estar cobrando una vida propia y monstruosa.
Capítulo 4: La Vigilia de Sant Joan y el Coleccionista de Ecos
Los días previos a la Nit de Sant Joan se deslizaron con una lentitud opresiva. Elías apenas dormía, acosado por pesadillas fragmentadas del paisaje violáceo y la sombra en el agua. El faro se había convertido en un centro de gravedad de lo anómalo. Las radios de la casa solo emitían estática con susurros entremezclados que parecían formar palabras en un idioma desconocido. Las gaviotas evitaban sobrevolar el promontorio, y un extraño moho de un color grisáceo y fosforescente había comenzado a crecer en las piedras de la base del faro, especialmente alrededor de la puerta del sótano.
Elías encontró un cuaderno más pequeño y desgastado de Damià, escondido bajo una losa suelta en el suelo del laboratorio. Este no contenía ecuaciones ni diagramas, sino reflexiones más personales y aterradoras. "El tiempo tiene memoria", había escrito Damià. "Y Cavalleria es su biblioteca. La máquina no viaja, solo permite leer los volúmenes prohibidos. Pero hay bibliotecarios. Coleccionistas de ecos. No les gusta que toquemos sus posesiones."
La tarde de la Nit de Sant Joan llegó con un cielo plomizo y una humedad sofocante. En la distancia, hacia el interior de la isla, se veían los resplandores de las hogueras festivas, pero en Cavalleria reinaba un silencio antinatural, solo roto por el latido sordo del mar. Elías sabía que no podía quedarse en la casa. Algo lo atraía irresistiblemente hacia el faro, hacia el epicentro de la tormenta que se avecinaba.
Con la vieja llave de latón y la linterna, volvió a descender al laboratorio. El moho grisáceo cubría ahora gran parte de las paredes, y emitía un brillo pálido y pulsante. El aire era gélido. Decidió no intentar activar la máquina de nuevo. En su lugar, se sentó en el suelo polvoriento, con los diarios de su abuelo esparcidos a su alrededor, esperando.
La primera manifestación fue sutil. Un cambio en la presión del aire, un olor a ozono y a algo más, algo dulce y pútrido a la vez, como flores muertas sumergidas en agua de mar. Luego, los ecos. Susurros que parecían emanar de las propias piedras, fragmentos de conversaciones, gritos ahogados, el llanto de un niño. Eran los "ecos" de los que hablaba Damià, fragmentos de tiempo atrapados en el lugar.
De repente, una voz clara y cercana susurró su nombre: "Elías."
Se giró bruscamente, pero no había nadie. La voz volvió a sonar, esta vez desde otro rincón. "Sabemos que estás aquí. El observador. El que perturba el tejido."
El miedo se convirtió en un hielo que le recorría las venas. "¿Quién eres?", logró preguntar, su propia voz un temblor.
Una risa seca, como hojas arrastradas por el viento, llenó la estancia. "Somos los que estaban antes. Los que estarán después. Los que navegan por las corrientes que tú apenas intuyes."
La luz de su linterna comenzó a parpadear erráticamente. En los breves instantes de oscuridad, Elías creyó ver figuras en la periferia de su visión, altas y delgadas, con contornos que parecían desdibujarse y cambiar. No eran humanas. Sus formas eran fluidas, como humo solidificado, y de ellas emanaba una sensación de antigüedad insondable y una fría inteligencia.
Entonces, el suelo bajo sus pies tembló. Un crujido resonó desde la máquina desmantelada. Uno de los engranajes de bronce comenzó a girar lentamente, por sí solo, emitiendo un chirrido lastimero. Luego otro. La máquina parecía estar intentando reconstruirse, animada por una voluntad ajena.
Una de las figuras sombrías se materializó más claramente frente a él. No tenía rostro, solo un vacío arremolinado donde deberían estar sus facciones. Extendió un apéndice que parecía un brazo hecho de sombras y tocó uno de los diarios de Damià. La página se arrugó y se volvió ceniza al instante.
"Demasiado conocimiento para mentes frágiles," siseó la voz, que ahora parecía venir de todas partes y de ninguna. "Damià Ferrer abrió una puerta que no debía. Intentó corregir lo incorregible. Alteró el flujo."
"¿Qué flujo?", preguntó Elías, luchando por mantener la compostura.
"El vuestro. El de vuestra insignificante especie. Hay eventos que deben ocurrir. Líneas que no deben cruzarse. Tu abuelo intentó salvar algo que estaba destinado a perderse. Y al hacerlo, creó una herida."
La figura señaló hacia el muro donde Elías había tenido la visión. "Esa herida ahora sangra hacia otros... planos. Y algo mucho más antiguo y hambriento ha olido la sangre."
La luz de la linterna murió por completo. Elías quedó sumido en la oscuridad fosforescente del moho. El zumbido de la máquina se intensificó, y sintió una presión aplastante, como si el propio tiempo se estuviera plegando sobre sí mismo. Escuchó un grito, un grito que reconoció vagamente como el de su abuelo, pero distorsionado, multiplicado, como si viniera de muchas gargantas a la vez.
La Nit de Sant Joan había abierto las compuertas. Y los Coleccionistas de Ecos habían venido a reclamar lo que consideraban suyo, incluyendo, tal vez, al propio Elías.
Capítulo 5: El Corazón del Círculo Vicioso y la Promesa Rota
La oscuridad fosforescente del sótano pulsaba al ritmo de un corazón monstruoso. Elías se encogió contra la pared, sintiendo las vibraciones de la piedra fría contra su espalda. Los susurros se habían convertido en un coro cacofónico, una mezcla de idiomas muertos, chasquidos insectoides y el lamento del viento a través de grietas dimensionales. La presión seguía aumentando, y Elías sentía que sus propios pensamientos comenzaban a deshilacharse, como si la realidad misma estuviera perdiendo su cohesión.
"La herida debe cerrarse", siseó una de las voces incorpóreas, más cerca de lo que Elías hubiera deseado. "¿O prefieres unirte al eco de tu abuelo?"
Por un instante, en la penumbra danzante, creyó ver la figura de Damià Ferrer, no como un fantasma, sino como una imagen atrapada en un cristal distorsionado, su rostro una máscara de terror y arrepentimiento eternos. Era una advertencia.
"¿Qué intentaba salvar?", gritó Elías, más a la oscuridad que a las presencias. Necesitaba entender. Si iba a morir o a perderse en el tiempo, al menos quería saber por qué.
Un silencio momentáneo cayó sobre el sótano, un silencio tan profundo que dolía. Luego, una imagen se proyectó en su mente, no como un recuerdo, sino como una impresión directa y vívida. Vio Menorca, no la turística y soleada, sino una versión futura, desolada y gris. El mar había avanzado, cubriendo gran parte de la isla. El Faro de Cavalleria seguía en pie, pero era una ruina solitaria en un mundo muerto, y algo oscuro y masivo se cernía en el cielo contaminado sobre él. Una catástrofe. No una natural, sino una consecuencia.
"Él vio la culminación de vuestra trayectoria," susurró la voz, con un deje de algo que podría haber sido desdén, o quizás una fría objetividad. "Una entre muchas posibilidades. Intentó alterarla. Crear una nueva rama. Pero todas las ramas de un árbol enfermo llevan la misma enfermedad."
La máquina en el centro de la sala vibró con más fuerza. Las piezas desmanteladas levitaron ligeramente, girando y encajando con una precisión antinatural. Los Coleccionistas no solo custodiaban el tiempo, también parecían entender su mecánica, o al menos la de la creación de Damià.
"La paradoja," dijo Elías, comprendiendo de golpe. "La paradoja del abuelo... Si él evitaba la catástrofe, la razón para construir la máquina, para volver atrás, desaparecería. Crearía un bucle sin fin, una herida que nunca sanaría."
"Preciso," concedió la voz. "Un círculo vicioso. Y tu presencia aquí, tu sangre, tu conexión con el creador... lo alimenta."
Elías se dio cuenta entonces de la terrible verdad. No era solo un observador. Era una pieza clave. Su abuelo no solo había quedado atrapado; había dejado una especie de ancla genética, una resonancia que mantenía la herida abierta, esperando quizás a que alguien como Elías la encontrara. ¿Pero con qué propósito? ¿Para cerrarla o para completarla?
Recordó la frase de Damià: "El tiempo no es una línea recta, sino un círculo vicioso que devora a sus propios hijos." Y la serpiente mordiendo su propia cola. El Ouroboros.
"¿Qué quieren de mí?", preguntó Elías, su voz apenas un hilo.
"Que rompas el círculo. O que lo completes," respondió la voz, enigmática. "La elección no es nuestra. Nosotros solo observamos y recogemos los fragmentos."
En ese momento, una idea desesperada y terrible floreció en la mente de Elías. Los diarios. La Nit de Sant Joan. La máquina. Su abuelo había fallado al intentar cambiar el pasado o el futuro. Pero ¿y si la clave no era cambiarlo, sino aceptarlo, o quizás... sacrificar una parte para salvar el todo?
Miró la máquina, que ahora parecía casi ensamblada, brillando con una luz interna pálida y enfermiza. Si Damià la había usado para intentar alterar un evento futuro catastrófico, quizás Elías podría usarla para... ¿qué? ¿Enviar una advertencia? ¿Destruir la propia investigación de su abuelo antes de que comenzara, arriesgándose a su propia inexistencia? La paradoja era un nudo gordiano.
Pero entonces recordó otra cosa: la llave de latón. La que había abierto la puerta del sótano. Parecía irradiar una extraña frialdad. La sacó de su bolsillo. En la tenue luz fosforescente, vio que no era solo latón. Tenía incrustaciones de un material más oscuro, casi negro, que no reconoció. Y el símbolo del Ouroboros estaba grabado en su cabeza.
Esta llave no era solo para una puerta física.
¿Y si Damià, en su desesperación, había creado un cortafuegos, una forma de aislar la herida temporal, pero necesitaba a alguien de su propia sangre, en el momento adecuado –la Nit de Sant Joan– para activarlo?
"Hay una manera de contenerlo," dijo Elías, más para sí mismo que para las entidades. "Mi abuelo... dejó una última pieza."
Las figuras sombrías parecieron inclinarse hacia él, expectantes.
Con la llave en la mano, se acercó a la máquina. Había una ranura en el panel de control que antes no había notado, o que quizás solo se había manifestado ahora. Tenía la forma exacta de la llave.
Esta era la elección. Completar el trabajo de su abuelo, sea cual fuera su terrorífico propósito final, o intentar sellar la herida, aun a riesgo de quedar atrapado él mismo, o de desencadenar algo peor.
"El tiempo devora a sus hijos," recordó. Quizás era hora de ofrecer un sacrificio.
Con un grito que fue a la vez de desafío y de miedo puro, Elías introdujo la llave de latón en la ranura y la giró.
Hubo un destello cegador de luz azulada, un sonido como el de un millón de cristales rompiéndose a la vez, y una ráfaga de viento helado que barrió el sótano, apagando incluso el brillo del moho. Elías sintió como si lo estuvieran desgarrando en mil direcciones a la vez, y luego... nada.
Cuando la consciencia regresó, parpadeante, el sótano estaba en silencio. La máquina estaba de nuevo desmantelada, cubierta de polvo, como si nadie la hubiera tocado en décadas. El moho había desaparecido. Los diarios yacían donde los había dejado, pero parecían más viejos, más frágiles.
Salió tambaleándose del faro. El sol de la mañana de Sant Joan bañaba el promontorio. El mar era de un azul brillante y tranquilo. Las gaviotas volaban en círculos perezosos sobre las olas. Todo parecía... normal. Demasiado normal.
En la casa, encontró una nota sobre la mesa de la cocina, escrita con una caligrafía temblorosa que reconoció de los diarios de su abuelo. No estaba allí antes.
Decía: "Gracias. El círculo está roto, pero el eco permanece. Cuidado con las mareas. Él siempre observa desde el fondo."
Debajo, un pequeño dibujo del Ouroboros, pero esta vez, la serpiente no se mordía la cola. Había un pequeño espacio entre su cabeza y su final.
Elías no sabía si había salvado algo o simplemente había cambiado la naturaleza de la prisión. La amenaza cósmica insinuada por su abuelo seguía ahí fuera, en las profundidades. Y la frase "Él siempre observa" helaba la sangre. La herida estaba cerrada, quizás. Pero la cicatriz, y lo que acechaba más allá de ella, seguía siendo un misterio aterrador. Su aventura en Cavalleria, comprendió con un escalofrío, estaba lejos de haber terminado. Solo había pasado a una nueva y más sutil fase de la pesadilla.
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