lunes, 19 de mayo de 2025

El peso de lo seco (Ensayo sobre la ternura que se pudre y la memoria que apesta)

 


El peso de lo seco
(Ensayo sobre la ternura que se pudre y la memoria que apesta)

Todo comenzó con una bolita. Una insignificante bolita de caca de conejo: seca, dura, casi inofensiva. Como tantas cosas absurdas, no parecía tener intención alguna. Era un gesto más, uno de esos actos inexplicables que uno comete por capricho, por aburrimiento… o por un extraño anhelo de eternidad. ¿Quién sabe? Quizá era su manera de decir: “Esto pasó. Esto existió.” Porque, en el fondo, todo coleccionista de rarezas es un arqueólogo del ahora: intenta salvar del olvido lo que ya está muriendo.

Al principio fue un bote. Luego dos. Después, cajas. Primero pequeñas, luego grandes, de esas que uno compra en tiendas de organización con el optimismo torpe de quien cree que el orden es igual a la cordura. Pero la cordura, como sabemos, no siempre tiene espacio entre plásticos.

Las bolitas —tan mínimas, tan triviales— se convirtieron en un ejército silencioso. No tenían olor, pero sí una presencia. Una presencia como la de ciertos recuerdos: secos, pero no muertos. Se multiplicaban sin pedir permiso, y mientras tanto, su dueño —ese hombre que un día decidió guardar la materia más humilde de su mascota— se deshacía poco a poco en su propia arquitectura del absurdo.

¿Quién era el loco? ¿El que acumula mierda o el que cree que no lo está haciendo?

Al principio, lo absurdo tenía algo de tierno. Como un abuelo que guarda servilletas usadas “por si acaso”. Pero luego llegó el momento del sobresalto. Las cajas ya no eran contenedores de memoria: eran muros. Y los muros, con el tiempo, siempre reclaman su propio espacio, como las deudas impagas o las culpas no habladas.

Y entonces vino el susurro.

Porque sí, llegó un punto en que las bolitas comenzaron a moverse solas. O eso creía él. Y ahí, amigos míos, la frontera entre el recuerdo y la alucinación se volvió tan delgada como la línea que separa la ternura de la locura. Esa línea por la que caminan tantos de nosotros, coleccionando silencios, conteniendo lágrimas en frascos invisibles, aferrándonos a objetos que no significan nada… hasta que significan demasiado.

La imagen final —ese sótano inexistente, esa masa palpitante de excremento seco— no es solo grotesca. Es trágica. Es el símbolo de lo que pasa cuando el pasado se acumula sin digerir. Cuando, en lugar de hacer el duelo, lo embalsamamos. Y claro, uno no puede embalsamar la caca sin que algo huela raro, tarde o temprano.

Porque al final, lo que atrapó a este hombre no fueron las bolitas. Fue su incapacidad de soltar. De aceptar que lo efímero no se puede guardar sin pagar un precio. Que cada objeto cargado de afecto tiene un punto de putrefacción. Que el recuerdo, si no se transforma, termina devorando.

Y así, mientras las bolitas seguían rodando, secas pero vivas, él comprendió —quizá demasiado tarde— que la prisión más temible no es la que construyen los otros, sino la que uno amuebla con amor mal digerido.


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